Mi querida Paula Morales, fotógrafa y artista visual guatemalteca, acaba de empezar a publicar en su página web un nuevo proyecto titulado Memoria y violencia, bajo el siguiente statement:
Varias personas han compartido la muerte de un ser querido a través de la violencia. También han compartido no sólo su historia sino su definición de la memoria. Creo que las imágenes sirven de herramientas para sanar heridas y para ejercitar nuestra memoria especialmente en situaciones de violencia, y este proyecto es una exploración para tal efecto.
Cuando me pidió colaborar, no me lo pensé dos veces y he aquí mi testimonio, junto con la foto (digital collage) elaborada por la artista.
RUDY VALLE
(1978-2010)
Jamás un 7 de julio volverá a ser el mismo, al
menos no desde el año 2010, en el que alguien quiso que ―en palabras que a Rudy
le habría gustado oír, puesto que era mecánico, y que habría celebrado con una
sonrisa de las suyas―, las válvulas, los pistones y los cilindros de un motor
dejaran de funcionar, de que el motor se detuviera, de que parara en seco y no
diera más de sí. Rudy Valle, 30 o 31 años, porque no sé si los llegó a cumplir,
mecánico de profesión, padre de dos hijos, jocoteco de nacimiento, mi amigo, mi
hermano, brutalmente asesinado por desconocidos cuando se dirigía a Honduras a
saldar una deuda por la venta de motores para lanchas y embarcaciones. Es
muy probable que cuando intentaron deshacerse de los cuerpos (el de él y su
ayudante), enterrándolos en zanjas cavadas más o menos cerca del tramo de la
carretera en donde fueron interceptados, entre el monte, todavía estuvieran
vivos, dijeron los médicos forenses que llevaron a cabo la respectiva
autopsia y que comunicaron a un pálido y desconsolado hermano suyo, Wilfredo,
que se desplazó hasta Honduras (ya habían traspasado la frontera) para
reconocer el cuerpo y encargarse, sin saber cómo, de las diligencias de rigor
en estos casos. No puedo imaginar el horror de ser enterrado vivo. No puedo
imaginar el horror de quien, gracias a ese hálito de vida y a ese ápice de
conciencia que perviven como la llama que, pese al viento, se resiste a
sucumbir y entregarse a la oscuridad, sabe (cree saber) lo que está ocurriendo:
me han golpeado hasta desfigurarme, me han disparado, han creído cerciorarse
de mi muerte con el “tiro de gracia” pero sigo vivo, veo una luz borrosa y sigo
sintiendo el sabor de la sangre, sigo oyendo cómo me maldicen y se ríen, sigo sintiendo
cómo la tierra cae encima de mí como si fuera ropa húmeda, como si fueran
retazos de lona mojados, como si fueran costalazos, aunque ya no sé que soy
porque no puedo moverme, ya no puedo reaccionar: ¿un cuerpo?, ¿un pedazo de
carne caliente y tasajeado?, ¿un costal de huesos astillados y quebrados?, ¿una
ilusión que se niega a difuminarse? ¿Habrá recreado la imagen de doña
Fulvia, la mujer que lo trajo al mundo, diciéndole que tuviera cuidado, que por
favor tuviera cuidado? ¿Habrá intentado aferrarse a la imagen de sus hijos,
sonrientes, ignorantes de la fatalidad que se les vendría encima? ¿Habrá
intentado despedirse mentalmente de don Milo, ese señor callado y trabajador
que le inculcó los valores de la responsabilidad, del servicio y de la humildad
que siempre lo acompañaron? La respiración, casi inexistente, se ve totalmente
ahogada y la asfixia provoca que todo se detenga, que el motor se pare y que la
oscuridad absoluta lo invada, inevitablemente, todo. El sonido de los pájaros,
del monte tras las pisadas que huyen, de las palas y los azadones chocando
entre sí, de las puertas de los carros, de las pequeñas piedras debajo de las
llantas, de los motores que se encienden, aceleran y se marchan. Ese sonido se
fosiliza en el aire caliente y se queda adherido a un momento único e
irrepetible, acaso inconfundible. Un huracán que nace de la propia tierra se
lleva lo último que queda de vida a otra parte, arrancándolo, desgarrándolo,
sin misericordia. Alguien forzó el curso de las cosas, alguien quiso que el
futuro no llegara, que la dinamita que parasitaba en el tiempo explotara sin
pedirle permiso a nadie. Es el sonido del cese, es el sonido de la muerte. No
puedo asegurar nada, pero sé que Rudy sonrió, porque Rudy siempre sonreía,
cuando dio por perdida la batalla. Maltrecho e irreconocible, sé que mencionó
nombres, vocablos familiares; sé que intentó pedirle a Dios que lo perdonara,
sé que volvió a Jocotenango e inundó su pequeña casa con su presencia y dijo
adiós en un idioma confuso, en un idioma fantasma, en un idioma interno y
secreto. Sé que suspiró pensando en su hermana allá en los Estados Unidos,
quizás en su sobrina. Sé que intentó aferrarse al instante que ya no le
pertenecía y buscó el descanso en la oscuridad y en la calma. El rostro de su
mujer y de sus hijos, la constatación de que había que cambiar de estadio, de
que la misión había que continuarla allende las montañas, allende los celajes,
allende los volcanes, allende el mar por donde transitó y vagó tantas veces en una
lancha desde Puerto Barrios ―donde vivió y trabajó por última vez como
mecánico―, recolectando mariscos para su familia, para mí, para todos. Dar y
darse a los demás, ése era Rudy Valle, y me lo mataron, y no dejaron que me
despidiera de él con un buen abrazo y con un “gustazo verte, mi hermano; a ver
si venís más seguido y platicamos más despacio”. Sí, me lo mataron como si no
significara nada para nadie.
LA MEMORIA
La memoria es ese mecanismo vital con el que
retenemos aquello que no queremos que desaparezca. Lo digo así, desde la
perspectiva de un nostálgico empedernido, crónico y enfermizo que necesita,
como si fuese un plato de comida, rememorar su infancia, su adolescencia, su
juventud a diario y procurar que aquello que lo llevó a ser lo que es ahora, si
es que es algo, siga vigente y se conserve, que no caduque, que no se enmohezca
como sucede con los papeles que guardamos y nadie sabe por qué guardamos. Hablo
de mí; ésa es mi tarjeta de presentación. Entiendo y sé muy bien que para
muchos no todo aquello que sucedió en el pasado es algo que deba permanecer,
que deba conmemorarse; seguramente habrá un buen puñado de recuerdos y de
sucesos que sería mejor no haberlos vivido. Hablando en términos sociales y
colectivos, también sé que se trate de errores, tragedias o desatinos
políticos, muchos sucesos deben recordarse para que no caigan en el olvido
(muchos), para que no queden impunes (algunos), para que las nuevas
generaciones estén al tanto de ellos. En mi caso, y volviendo al terreno
personal, todo recuerdo es sustancial y suele tener un efecto consolador y reparador,
independientemente de su naturaleza y de mis tendencias quizás masoquistas, en
algunos casos. La memoria y sus mecanismos (gratuitos) me sirven para sentir
que no voy desapareciendo, que no me estoy borrando de esta realidad y de esta
actualidad a veces infame y despiadada. Quiero permanecer y quiero que el
pasado permanezca conmigo porque es, a lo mejor, lo que más pueda explicar lo
que he sido y lo que soy actualmente. La última vez que vi a Rudy Valle sentí,
ahora no sabría bien explicar por qué ―¿preveía, quizás, que sería la última
vez, que ya no habría otra ocasión?―, la necesidad de hacerle una foto, como
quien se la hace a algún objeto que le llama la atención. No de hacernos una
foto juntos, como hubiese sido lo normal siguiendo el ritual de los amigos que
se reúnen a emborracharse y acaban abrazándose y diciéndose que se quieren y que
estarían dispuestos a dar la vida por el otro. Ahora veo la foto, la foto que
ustedes están viendo, casi la única que tengo conmigo, y puedo recordar
exactamente ese momento: madrugada etílica y fraterna en el “sitio” de mi casa,
una par de minutos antes de despedirnos. Verla es triste y a la vez reconfortante
por lo que significó y significa haber compartido tantos años con él y ser
amigos desde niños. Nada se puede hacer más que rememorar esa parte de nuestras
vidas. He ahí la labor maternal de la memoria, del deseo de almacenar un gesto,
un rostro, un encuentro, una escena, un instante y de devolvérnoslo cuando así
lo queramos. Rudy Valle no está pero no ha desaparecido, permanece ahí, quieto,
sonriendo, más presente que nunca.
Rafael
Romero (Guatemala, 1978)
Madrid, Junio 2012
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