19.11.12

EL ELEGIDO (ALAS DE BARRILETE, 2012)



Diseño de portada: André Gribble
Introducción: Byron Quiñóñez

En estos días, revisando cajones y gavetas, recopilé y ordené algunos papeles que me sirvieron para esbozar lo que sería El ELEGIDO. Para mi suerte, puesto que no tenía idea de dónde podían estar, encontré un par de "capítulos" que al final no fueron tomados en cuenta para la novela. Uno de ellos, ni siquiera lo llegué a desarrollar, se quedé en eso, en un bosquejo. Ya que se acerca la presentación del libro en Guatemala (MUSEO IXCHEL, 6a. Calle Final, Zona 10, Centro Cultural UFM, 10 de Diciembre, 18:30 horas, a cargo de Editorial Alas de Barrilete), he decido compartir por esta vía, el otro capítulo, el que tenía más posibilidades de aparecer en el libro. Lo escribí a mano en tres hojas de papel bond no recuerdo cuándo y me he alegrado mucho recordar esos días y me alegro ahora de hacerlo público, conservándolo casi íntegro. El personaje principal, dicho sea de paso, es nada más y nada menos que Bartolomé López, alias Bartolo, o Tolo.


* * * * * * *


Los sábados que uno de mis patojos salía temprano, tipo cinco, cinco y media de la mañana, para llegar en punto a la marranería donde trabajaba, me contaba que tenía que pasar encima de un bulto hediondo que siempre amanecía roncando en la puerta de la casa, fíjese. Bueno, es casi un portoncito. La puerta está metida y bien cabe alguien ahí acostado. Ni modo, en eso no me puse a pensar yo cuando construí esa babosada.

—Papa —me decía algo molesto, cuando regresaba por la tarde y se sentaba conmigo a tomarse una su cervecita—, a veces me dan ganas de quitarlo de ahí a patadas, fijate papa, pero me da miedo de que cargue cuchillo o que de ahí la agarre con alguien de la familia. Va, no mirás que el sábado pasado salí corriendo pero se me olvidó que estaba ahí el fregado, pues. Menos mal que me hice para atrás, si no me hubiera ido de boca.

Un sábado me acordé y me levanté temprano. No a las cinco. Un poco más tarde, como a las seis y media, siete menos cuarto, cuando ya había aclarado. Creía que no me lo iba a encontrar ahí pero para mi suerte todavía estaba. Ni el ruido de la puerta ni los tosidos que hice para ver si se despertaba sirvieron de nada porque la verdad es que el cuate estaba pero bien fondeado. Seguí haciendo ruidos y nada. Son babosadas, pensé, y me agaché un poco.

—Mano, mano —le empecé a decir así, tocándole el hombro, pero yo tranquilo, sin enojarme porque la verdad es que uno tiene que hincarse y darle gracias a Dios de que tiene techo seguro, usted, porque ja, eso de vivir en la calle no es chiste ni es para andar deseándoselo a nadie—, hágase la campaña de moverse un cacho, mano, es que aquí entra y sale gente, mano…

El cuate tardó en despertarse. Se movió, como si hubiera estado en una cama, tosió, escupió, no sé qué trató de decir, se dio la vuelta y se me quedó viendo. Yo tenía un guacal con agua listo, no para echárselo en la cara, si no para que se lo tomara. Usted no me lo está preguntando, pero yo chupé macizo casi 20 años y sé de memoria lo jodido que es ese tipo de vida y sobre todo amanecer así, hecho mierda de la goma. Cuando vi que estaba tratando de sentarse en la banqueta, salí y le puse el guacal enfrente.

—Gracias don, Dios se lo pague —dijo con una voz algo ronca, alargó el brazo y vi que, debajo de la manga rota de un sudadero gris que llevaba debajo de un tacuche negro, repleto de manchas de polvo y lodo, sacaba una mano blanca, o mejor dicho pálida; una mano huesuda y temblorosa con alguna que otra costra oscura en los nudillos, fíjese, que agarró el guacal para llevárselo a la boca y empinarse el agua de dos tragos largos.

—¿No quiere aunque sea un par de panitos o una tortilla con algo, mano? —le pregunté cuando me devolvió el guacal vacío. Ahí aproveché para verlo mejor. Los ojos los tenía hinchados. Ni modo, los típicos ojos de bolo, los típicos ojos hinchados y tojos de charamila. La barba mal rasurada y el pelo más o menos peinado, o mejor dicho aplastado por la suciedad más que todo. No tendría más de cuarenta años, digo yo, pero bueno, con los bolos nunca se sabe. Lo que más me llamó la atención es que parecía de buena familia, usted. No tenía el pelo negro, fíjese, lo tenía café, café oscuro, igual que la barba. No sé si por pasar tanto tiempo bajo el sol o durmiendo en la calle o qué, pero así se le miraba. Se notaba que era alto y la piel la tenía clara. Y bueno, los rasgos pues, eso se nota.

—Yo digo que no muchas gracias, don. Ya con el agüita más que suficiente…

Entonces se levantó, poniendo las manos en la pared y, me acuerdo que antes de empezar a caminar se disculpó por acostarse en la puerta de la casa y aprovechó para pedirme que le hiciera un gran favor. Así me dijo: un gran favor. Ah, ya me va a pedir pisto es pisado, pensé yo. Y cabal. Pisto era lo que quería.

—Aunque sea cincuenta len, don. O una choquita. Lo que tenga.

Le dije que no, que no tenía, que yo pisto para que se fuera a seguir chupando no, que no fregara. Siguió neceándome, pero como la gente, sin faltarme el respeto. Usted ya sabe cómo se ponen muchos bolitos cuando uno les dice que no tiene pisto, entre casaca y casaca lo que quieren es maltratarlo a uno. Él no, fíjese. Se notaba que no era conflictivo. Que era un bolito calmado. Es más, parecía tímido y huraño, de esos que no hablan ni se meten con nadie. Tenía una cara mera tristona, no sé, como desganada, como aburrida, no sé bien cómo decirle. Lo que sí es cierto es que no me dio mala espina, no me dio mala vibra como dicen los patojos ahora.

Entonces me acordé de mi señora, que siempre ha sido más terca que una mula, y que llevaba meses gritándome y maltratándome por no podar la grama y por no quitar el monte de los arriates y del patio. El monte, según la muy exageradota, ya mero traspasaba las paredes. Sí, era casi cierto, pero es que tanta lluvia no ayuda, pues, el monte crece con fe, ¿o me va a decir que no? ¡Ojalá en lugar de monte saliera pisto de la tierra! Puta, ¿pobreza en Guatemala? ¡Cero pobreza, hombre!

Pero pues sí. La cosa fue el cuate ya había empezado a irse, arrastrando unos sus tenis blancos que llevaba y con una mochila vieja colgándole de un brazo, despacio, con las piernas algo dobladas, como si llevara cargando algo pesado encima. Entonces se me iluminó el coco, dirían los muchachos, y lo llamé. Cinco quetzalitos le doy y listo, dije entre mí. Mi señora se estaba alistando para irse al mercado con mi patoja. Mis otros dos patojos no se levantaban nunca, pero jamás, antes de las once o doce de la mañana, los muy huevonotes. ¡Y menos un sábado! Si convencía al cuate este, todos en la casa iban a creer que su tata, o sea yo, al fin había cumplido y había dejado sin monte la casa.

—Mire mano —le dije así—, ya sé que anda algo fregado pero, ¿no se quiere ganar unos sus centavitos? —y vi que el cuate arrugaba la cara como si lo que le acabara de decir fuera una barbaridad— Sólo van a hacer un par de horitas, digo yo. Usté se ve bien arrecho.

El cuate seguía callado, componiéndose la mochila que se le caía del hombro.

—Cinco quetzalitos cash —seguí diciéndole yo, a ver si se animaba, haciendo como que me buscaba el pisto en las bolsas del pantalón.

—¿Pero no me acaba de decir que no tenía pisto pues? —así me dijo el condenado, fíjese. No, si mula no era.

Yo sólo me reí y no le quise dar más explicaciones.

—¿Quiere o no? —le dejé ir el cuentazo.

—¿Y qué hay que hacer pues?

—No mucho, usté, no mucho —le contesté, quitándome de la puerta y llamándolo con las manos para que se acercara a ver los arriates y el patio—. Sólo eso, mire. Quitar el monte. Eso usté lo hace al chilazo, ¿o me va a decir que no?

Otra vez se volvió a quedar callado. Me acuerdo que se empezó a rascar la cara, los cachetes y la papada. De ahí la nuca y la cabeza, como si estuviera nervioso. Me imagino que era porque se lo estaba pensando.

—Por cinco no sale, don. Quince y le dejo bien chapeadito todo.

Como ya sabía que no lo iba a convencer, ya ni quise regatear.

—Va, está bueno —le contesté—, pero eso sí, tiene que esperar un ratito por aquí cerca hasta que se vaya mi señora. Es que fíjese que ella es un poquito delicada y si ve que…

—Sí, ya sé, don… La doñita desconfía…

Total, quedamos así. Quince por salvarme el pellejo, fíjese. Me iba a salir baratío, ¿no cree? El cuate me dijo que estaba bueno, caminó hasta donde estaba la ventana y se sentó ahí, debajo del balcón. Me acuerdo que lo vi tratando de encender una chenca con una carterita de fósforos y registrando su mochila. Ahí lo dejé y me metí a la casa. Como a los diez minutos me avisó mi señora que ya se iban y las salí a dejar a las dos a la puerta. Ahí seguía el cuate, lo vi de reojo. Cuando mi señora y mi patoja ya iban por la esquina, le hice señas. Se acercó, arrastrando las patas, y entró al zaguán. Le dije que dejara su mochila ahí, pero no quiso. Se la compuso en la espalda y se la amarró a la cintura con los tirantes que le colgaban a los lados. Cuando saqué el machete, el azadón y el rastrillo, le dije:

—Ah, eso sí, quince pero tiene que acabar antes de las doce, ¿oye? Si regresa mi señora, a los dos nos manda a la chingada.

—Cómo no —me contestó y bajó al patio.

—En ese chorrito de ahí puede lavarse si quiere.

Le señalé por donde podía empezar a echar punta y me metí a la cocina. Este cuate me cayó del cielo, pensé, mientras me preparaba un mi panito con frijoles y ponía agua en una jarrilla para hacer cafecito. De ahí, con el sonido de los machetazos de fondo, desayuné tranquilamente. Después, salí y me metí a la sala. Desde ahí le podía echar un ojo al cuate porque a la par del sillón hay una ventana. Por si las moscas, pues. Uno cree que los charamilas son calmados, pero no hay que confiarse de nadie, usted.

La cosa fue que por haberme levantando tan temprano, acabé recostándome en el sillón con la tele puesta y me quedé dormido, fíjese. ¡Se me fue la baranda! De esas cosas que pasan y uno no se da ni cuenta. Una sombra y un olorcito mezcla de chilaca y meados en la puerta de la sala fue la que me despertó, diciéndome:

—Ya estuvo, don.

¡Puta!, pensé cuando me di cuenta de lo que había pasado. Me levanté de un brinco, fíjese, y lo primero que hice fue ver la hora en el reloj de pared. Eran las once menos cuarto. Menos mal. Salí con él al corredorcito y le pregunté si habían tocado la puerta o si se había levantando alguno de mis patojos.

—No —me contestó, secándose el sudor con la manga de su tacuche—, aquí he estado yo solo.

El patio y los arriates habían quedado chileros. Las puertas seguían cerradas. Todo parecía estar en su lugar. Si el cuate se había pepenado algo, lo tenía que llevar metido en la mochila o escondido debajo de la ropa que llevaba puesta. Si le decía que me dejara ver la mochila, mucho colorón y tampoco me iba a poner a registrarlo. Es más, no sé por qué, como creo que ya le dije antes, el cuate no me daba mala espina, no tenía planta de ser un desgraciado ni de mala gente. No quise preguntarle nada. En lugar de eso, saqué el pisto, le di las gracias y lo acompañé a la puerta. Mientras más rápido se fuera, mejor para mí.

Lo primero que hice después fue mancharme de tierra las rodillas del pantalón y las manos, sobre todo, las uñas. Me quité camisa que llevaba, la manché un poco, la mojé (mi señora ya sabe que sudo como macho) y la dejé en el lavadero, para que la viera cuando regresara. A las dos de la tarde, cuando mi patoja estaba quitando la ropa del lazo, oí que le gritaba a mi señora que estaba acabando de hacer el almuerzo (pepián, para celebrar que yo al fin había hecho algo en la casa) y oí que ella me llamaba a mí. Yo estaba en el bañó, saliendo de la regadera. Me compuse bien la toalla y salí.

—¿Qué pasó con toda la ropa que había aquí vos Rómulo?

—¿Qué ropa? ¡No la está quitando la Lucky pues!

—¡Aquí faltan los calzones y brasieres de mi mamá y los míos papa!

Y yo me quedé mudo, fíjese, porque sabía lo que había pasado, pero no sabía cómo chingados explicárselo.


Recuerden: EL ELEGIDO se presentará el día 10 DE DICIEMBRE EN EL MUSEO IXCHEL 6a. Calle Final, Zona 10, Centro Cultural UFM, Ciudad de Guatemala, a las 18:30 horas. Espero que puedan ser parte del evento.