11.9.10

LOS PATOJOS: HERVIDERO DE NIÑEZ PLENA, NÚCLEO DE VIDA

Juan Pablo Romero Fuentes - Thomas Conor Powell: tándem inicial

Hubo una época entre el fin de mi adolescencia y los primeros años de mi juventud en la que desarrollé —y dictaminé tajantemente— la idea de que ciertas situaciones en la vida son simple y sencillamente irremediables. Nada sorprendente para alguien que siempre ha visto a Guatemala como un país sin salidas, oprimido y azotado. Irremediables, decía, pero no tanto en el sentido de que no se puedan evitar sino más bien porque no tienen arreglo, porque carecen de compostura. Educación primitiva, caminos torcidos, naturalezas defectuosas, gobiernos incompetentes, conductas salvajes, cimientos rotos, parentescos echados a perder, indignantes desigualdades, futuros sin futuro, en fin, pudrición de masas, canibalismo cotidiano, indiferencia. Además de esta suerte de perspectiva pesimista, de la que aún quedan rescoldos vivos, solía cuestionarme el hecho de que, pese a la evidente y deplorable calidad de vida de un altísimo porcentaje de guatemaltecos, sumidos en una atmósfera infectada y rebosante de apabullantes contrastes, nuestras madres seguían procreando sin ningún tipo de control aparente. No lo podía entender. O quizás sí, pero las explicaciones que circulaban a mi alrededor más que parecerme cuestionables, e incluso risiblemente folclóricas, me entristecían, me indignaban. ¿A qué venían estos niños al mundo? ¿A pasar penas, hambre, abusos, pobreza? ¿A estrellarse con un muro con frases pintadas de tipo: no hay oportunidades para vos; sin dinero no sos nadie; trabajá patojito cerote; no hablés, hacé caso y punto; así es la vida, mijo? ¿Qué necesidad había? Culpaba a los preceptos religiosos, a la ingenuidad, a la ignorancia. ¡Culpaba a APROFAM, incluso! Sin embargo, mi molestia se quedaba en eso: en un concepto más de mis reflexiones, en meras palabras, en una reacción rebelde e iconoclasta.


Con el paso de los años, mi inconformismo se ha ido apaciguando un poco y he ido viendo con otros ojos la realidad de mi país. Cada día es una mini-lucha personal por entenderlo, por aceptarlo, por congraciarme con él y con su gente. Estoy lejos, lo sé. Sin embargo, hay algo que me roba la atención, coincidentemente desde que decidí mudarme a España. Hace cuatro años empezó a germinar una semilla, un pequeño brote, en Jocotenango (Sacatepéquez). Un esfuerzo que ha logrado refrescar mi visión sobre el ser humano, que ha logrado esperanzarme. Un gran esfuerzo para ir lidiando con esas situaciones irremediables que antes mencionaba, con esas causas perdidas. Su nombre: LOS PATOJOS, su misión: EDUCAR, su razón de ser: LA NIÑEZ, su estrategia: LA ACCIÓN, su fundador: JUAN PABLO ROMERO FUENTES. Sí, mi hermano. Mi hermano menor. Y no es por eso que precisamente el proyecto, que ya es una realidad, me parece audaz, vital y determinante no sólo para la comunidad, sino para la sociedad en la que vivimos. Quienes saben lo que significa, quienes viven el día a día, quienes son testigos directos de la labor que se lleva a cabo en mi otrora casa, coincidirán conmigo en que no hace falta adoptar un discurso afectado y vanaglorioso, en que esto no se trata de lazos familiares ni de camaradería. El proyecto tiene voz propia y las acciones hablan por sí solas. Nada hay nada en estos párrafos que se aleje de la realidad y que pretenda magnificar por magnificar, hacer alarde, elogiar sin fundamentos. Mi intención no es ésa, créanme. El amor fraternal es indiscutible, está claro, pero es menester que esta vez mi camino lo trace, en la medida de lo posible, desde lo objetivo. No puedo evitar, eso sí, sacar a colación la valentía, la tenacidad, la determinación, la entrega, las energías y la voluntad de Juan Pablo Romero y de quienes le acompañan en este viaje. Lo veo y sé que estoy frente a una actitud realmente loable. Es así. Ya no más quejas ni lamentaciones, suficiente de despotricar contra la sociedad y el sistema, adiós a cruzar los brazos y sentarse a contemplar desastres, ese Gobierno mesiánico no vendrá, no existe. El modelo de Los Patojos prescinde de la pasividad y las palabras, y se vuelca en poner en marcha la máquina, en activar lo que estaba dormido, en rescatar, en HACER ALGO.


Desde el entendimiento de las carencias que sufre nuestra niñez, ofrecer un lugar físico en el que se lleven a cabo nuevas pedagogías y se inculquen valores para “modelar de manera integral, sana y libre” a un individuo en pleno desarrollo, como lo es un niño o niña, resulta ser una suerte de panacea, una salida, una luz al final del camino. Nuestra educación, repetitiva, rígida y obsoleta, jamás ha sido suficiente. No para mí. No hay mejorías ni progreso si no hay participación, si no hay amor ni convivencia, si no hay libertad de expresión, si no hay estimulación hacia el pensamiento propio, hacia la concepción de ideas, hacia el aprovechamiento del talento. En boca de los propios niños y niñas que asisten al proyecto, en Los Patojos se sienten comprendidos, útiles, valorados, importantes. Alguien confía en ellos, alguien apuesta por ellos y por sus capacidades, alguien los escucha. Porque no se trata sólo de ser educado, sino de educar. Y ellos lo hacen: educan. El proceso es bidireccional. Hay alguien que permite que ellos eduquen. Un trabajo serio y constante que se realiza, de manera paralela, con los padres de familia, puesto que la ilusión y el compromiso se deben respirar, primordialmente, en casa. Todo lo que ocurre en Los Patojos, esas vivencias, esa armonía y ese respeto, dadas las edades y sus ganas de aprender y desarrollarse, están siendo el motor de una transformación “alegre” en sus vidas, y serán, con seguridad, la base que en el futuro los llevará a tomar las decisiones correctas, a no estancarse, a no desistir ante la vida, a ser líderes en sus comunidades, a desenvolverse y a proponer más cambios. Ellos serán el eslabón para que la cadena continúe, para que el proceso no se trunque.


Valiéndose de preceptos esenciales y didácticas derivadas de las doctrinas de Paulo Freire, Juan José Arévalo Bermejo, Hunter “Patch” Adams, Eduardo Galeano, Noam Chomsky, Teresa de Calcuta, entre otros, y rodeado siempre de gente dispuesta y comprometida (padres, hermanos, sobrinos, primos, amigos, voluntarios y otras organizaciones afines, Rising Minds, Just World International y Volamos Juntos E. V., por mencionar algunas), Juan Pablo Romero ha luchado por consolidar una estructura modélica e innovadora bajo el lema “ACCIÓN LOCAL, PENSAMIENTO GLOBAL”, forjando promesas, socavando el mito de que en nuestro país nadie hace nada, rechazando actitudes retrógradas, mentalidades parasitarias e inactivas, defendiendo la no exclusión y el cambio, en fin, edificando. En estos días en los que se celebra el IV Aniversario de Los Patojos y también el cumpleaños de su fundador y director, mi intención es instintiva, inminente y a la vez, eso deseo, humilde: que mis sentimientos hacia él, como individuo y hermano (y a su proyecto), se hagan públicos a través de estas palabras. Y que no quede ninguna duda de que con su carisma ese patojito colocho con el que compartí muchos años de mi vida y al que amo y respeto, me demuestra cada día, a pesar de la distancia, que la convicción y la entrega lo son todo, que nadie es más feliz cuando se olvida de recibir y se preocupa por dar, que los sacrificios se saldan con satisfacciones: la sonrisa de un niño, la certeza del bienestar y la armonía en el entorno, la sensación de que una célula, por muy pequeña que sea, puede generar energía y movimiento, constituir un ejemplo, representar una motivación, un impulso. Larga vida, pues, para LOS PATOJOS, para quienes son parte de ese sueño y, claro, ¡para mi gran pequeño gigante septembrino!